En Armero, la lápida de la niña se transformó en lugar de peregrinación
Sobre el terreno de lo que fue Armero hoy se encuentra un extenso camposanto: calles que ya no existen, casas sepultadas, faroles que marcan lápidas y recuerdos dispersos en la maleza. Entre esos vestigios, la tumba de Omaira es indiscutible punto de atracción. Allí se depositan flores, placas de agradecimiento, velas, ofrendas. Esa lápida ha dejado de ser apenas un lugar de descanso y se ha convertido en un símbolo que convoca.
Sobrevivientes y familiares caminan entre los restos prácticamente cada año. Para algunos, venir a Armero significa confrontar la pérdida, revivir el horror y también mantener viva la esperanza: esperanza de reconocimiento, de justicia, de reparación. Muchos aún no han podido localizar a sus seres queridos desaparecidos. Esa ausencia se mezcla con la memoria activa que se construye.
La historia de Omaira captura la imaginación colectiva: atrapada bajo barro y agua, consciente, rezando, pidiendo a su madre que la escuche, grabada en imagen por los medios del mundo. Su agonía, su resignación y su voz casi infantil la convertían en rostro del desastre.
En Armero, muchos visitan su tumba con la fe de que “Omairita” les conceda un favor, como si fuera un santuario más que una lápida.
Sin embargo, también existe ambivalencia: la memoria se mezcla con el turismo, con la economía local de recuerdos, con el contraste entre el dolor que fue y la visita que llega. Algunos habitantes dicen que el relato de Omaira, aunque potente, opaca otras miles de historias similares que quedaron sin nombre, sin foto, sin lápida.
En materia de prevención y política de desastres, la tragedia de Armero sigue enseñando. La falta de evacuación, la ignorancia del riesgo volcánico o la ausencia de máquinas de rescate calificadas, quedaron como advertencias de lo que no se debe repetir.
Colombia mira hacia atrás y constata que, aún hoy, hay regiones vulnerables que podrían repetir tragedias si no se actúa con decisión.
Para el Tolima y para Armero, la marcación de memoria implica también mantener viva la historia ante nuevas generaciones: guías locales muestran los monumentos, se organizan actividades conmemorativas, se integran las ruinas al paisaje turístico. Pero esto conlleva interrogantes éticos: ¿cómo equilibrar el recuerdo con la dignidad de los restos humanos? ¿Cómo evitar que la memoria se convierta en espectáculo?
Finalmente, la vigencia de la tragedia radica en cómo la sociedad decide mirar al pasado: no solo para llorar, sino para aprender, para reconocer víctimas, para construir resiliencia. En Armero, el viento mece tumbas, la lluvia limpia urnas y los visitantes llegan con cámara o con vela. La niña que no pudo andar se convirtió en motivo de visita; la ciudad que ya no es ciudad, en lugar de reflexión.
A 40 años del desastre de Armero, la tumba de Omaira Sánchez sigue siendo un faro de memoria en Colombia. Ese sitio, y la propia ciudad‑campo santo, interpelan a la nación sobre la prevención, la memoria colectiva y el respeto a las víctimas. Mantener viva esa memoria no es solo recordar el pasado, sino construir un futuro donde tragedias como la de Armero no vuelvan a repetirse. Visitar Armero ya no es solo turismo: es un acto de conciencia.






