El caso que terminó con la absolución de un expresidente no nació de un día para otro. Arrancó con denuncias cruzadas, decisiones de la Corte Suprema, cambios de radicación y una construcción probatoria que se estiró por años. Esta cronología recoge hitos y explica por qué, pese a una condena en primera instancia, la segunda instancia revocó y declaró la inocencia.
En los primeros años, el expediente se alimentó de testimonios de exparamilitares y de controversias políticas que complicaron la delimitación entre relato y prueba. La fase de interceptaciones introdujo material técnico que exigía controles rigurosos: pertinencia, cadena de custodia, concordancia temporal y relación directa con los hechos. La falta de ese rigor —o su lectura parcial— sería uno de los nudos que más tarde harían crujir la sentencia inicial.
Con la acusación formal, el caso entró en una etapa pública y polarizada. La primera instancia interpretó que la arquitectura probatoria permitía condenar por fraude procesal y soborno en actuación penal, aspecto que celebraron sectores críticos de Uribe como un “corte de cuentas”. Sin embargo, esa lectura chocaría con un escrutinio más estricto en la apelación.
Mientras tanto, en expedientes conexos avanzaron procesos como el de Diego Cadena, donde se acreditaron conductas individuales que no —por sí solas— trasladaban determinación delictiva al exmandatario. Esta distinción, obvia en el plano dogmático, resultó difícil de sostener en la conversación pública, que tendía a generalizar responsabilidades.
En la apelación, el Tribunal Superior reexaminó cada pieza: evaluó inconsistencias testificales, revisó la pertinencia de escuchas y preguntó si la hipótesis acusatoria desplazaba explicaciones alternativas plausibles. La respuesta fue negativa; y donde hay duda razonable, no hay condena. La decisión, extensa, incluyó un salvamento de voto que dejó constancia de la complejidad del caso.
Al calor de esa decisión, se reactivó el interés por una audiencia de 2017 en la que un juez de control —hoy magistrado— negó prórrogas de interceptación sobre líneas con posible comunicación abogado–cliente y canceló abonados con “actividad sin contexto”. Traer ese antecedente a la coyuntura fue leído por el magistrado como un intento de deslegitimar el fallo.
El desenlace en segunda instancia provocó un péndulo emocional: alivio en el uribismo, frustración en sus críticos, y una ola de análisis sobre el estándar penal aplicado. También abrió la puerta a recursos extraordinarios, que podrían ajustar doctrina, no rehacer los hechos.
Esta historia —más maratón que sprint— enseña que los expedientes con alta carga política demandan tiempos largos, pedagogía y cuidado en la valoración probatoria. Un mismo material puede conducir a salidas distintas si cambia el rigor del método.
Reacciones o consecuencias
Organizaciones ciudadanas pidieron claridad: documentos íntegros, guías explicativas y menos filtraciones fuera de contexto. Gremios jurídicos advirtieron que la Fiscalía debe fortalecer su teoría del caso y blindar la cadena de custodia para que las pruebas sobrevivan a la apelación y a la crítica pública.
Cierre
La cronología no cierra el debate, pero sí ordena las piezas: ayuda a entender cómo se pasó de una condena a una absolución sin traicionar las reglas del proceso penal. Lo que venga en instancias superiores dirá si este es el capítulo final o una relectura más.






