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Soldados Ángel González y Édgar Mina: liberados, entregados a un párroco y recapturados

Ángel González Garcés y Édgar Mina Carabalí son los dos nombres que hoy recorren el país. Los soldados profesionales integran una unidad con tareas de reconocimiento y apoyo a operaciones judiciales en el sur del Meta, un corredor históricamente sensible por economías ilícitas y presencia de grupos armados.

Ese día, su labor era de acompañamiento al CTI en una diligencia que terminó con la captura de una mujer, hecho que desencadenó una asonada. La comunidad, en medio de reclamos, los retuvo como “garantía” para presionar la libertad de la detenida. La mediación eclesiástica abrió una ventana de salida que luego se cerró.

Compañeros describen a ambos como disciplinados y formados en protocolos de trato a la población civil. Su rol no era ejecutar la captura, sino asegurar el perímetro y proteger al personal judicial. En circunstancias como esta, el entrenamiento busca evitar la escalada y proteger vidas.

La fotografía conocida mostraba a los uniformados sin armas y con prendas civiles, indicio de que su seguridad estaba supeditada a acuerdos comunitarios frágiles. La exposición de su imagen, dicen expertos, intenta proyectar control social sobre la situación.

La Fuerza Pública activó apoyo psicosocial a las familias mientras avanzan los canales humanitarios. Mandos reiteran que los soldados cumplen órdenes enmarcadas en la ley y que su integridad debe ser respetada, más allá de inconformidades locales.

En regiones como La Macarena, el desgaste emocional para los uniformados es alto: largas jornadas, presión ambiental y la incertidumbre de escenarios que pueden girar en minutos. Por eso, los protocolos privilegian contención, negociación y verificación humanitaria.

Organizaciones de derechos humanos insisten en el trato digno y recuerdan que el DIH protege a quienes están fuera de combate o en situación de indefensión. La comunidad, por su parte, teme represalias y exige ser escuchada.

El desenlace del caso es también una prueba del acompañamiento institucional a las familias, que apelan al silencio y la prudencia. Su expectativa: que la vida y la dignidad de sus seres queridos sean el centro.

Las reacciones se han concentrado en la exigencia de liberación inmediata y en el rechazo a la instrumentalización de la comunidad por parte de actores armados. Voces académicas piden protocolos diferenciales para escenarios de presión social.

El cierre apunta a una lección: detrás de cada uniforme hay historias y familias que esperan. La ruta humanitaria no debe romperse.

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